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Educar en tiempos inciertos

Lo mejor es formar para conseguir una juventud responsable, capaz de esforzarse, que sepa emprender, sea fuerte en la adversidad y hábil en la convivencia

 

En los años de la abundancia creció entre las familias españolas un modelo de educación importado de América y de carácter muy protector. En estas líneas quiero mostrar por qué este modelo no es adecuado para promover un correcto desarrollo de la personalidad, no sirve para favorecer la autonomía, en suma, no prepara a las nuevas generaciones para enfrentarse a una sociedad en la que no es fácil abrirse camino.

 

Proteger a nuestros hijos es una tendencia natural. Los padres sentimos la obligación de dotarles de un ambiente seguro, queremos impedir que venga la enfermedad, un accidente, el dolor o cualquier otra forma de sufrimiento. Queremos para ellos una infancia y una adolescencia feliz, sin frustraciones, ni preocupaciones, dotada de todas las comodidades posibles.

 

Esto no es nuevo. Como ejemplo pondré la leyenda del príncipe Siddhartha, en el siglo VI antes de Cristo, a quien su padre recluyó en su palacio de Kapilavatsu para que viviera ajeno al dolor, la enfermedad, la pobreza y la muerte. Como se ve, este arquetipo de la fi gura de los padres ha traspasado el tiempo y pervive. Esta leyenda representa una actitud que reconocemos como lógica, pero también nos alerta del exceso al que el amor de los padres puede llevar.

 

Padres ciegos

 

Hoy en día, muchos han sobrepasado los límites de lo normal y lo natural en la protección de sus hijos, tanto que rallan en lo patológico: su hijo es cariñoso, perfecto, no miente, disculpan sus errores, agrandan las afrentas que reciben, están predispuestos a sentir que su hijo es injustamente tratado o insuficientemente valorado. En estos casos, los padres suelen estar ciegos. Así, perciben claramente los excesos en la protección que llevan a cabo otros padres, pero nunca reconocerían los suyos. En estos casos, no se aperciben de que tanto ellos mismos como sus hijos acabarán siendo las víctimas de sus excesos.

 

El deber de corregir y marcar límites

 

El niño debe sentirse seguro y querido. En un ambiente así se desarrolla una personalidad más equilibrada, se desarrolla más la capacidad de aprendizaje, se potencian las habilidades de comunicación. Pero, cuando un niño obra mal o se equivoca, o no es consciente de las consecuencias de su conducta, tenemos el deber de corregirle, el deber de marcar límites. Como educadores estamos obligados a ello.

 

Los efectos que tiene dimitir de esta obligación son fáciles de describir: niños soberbios, incapaces de percibir sus errores, niños tiranos que reclaman su predominio sobre los otros, incluidos sus padres que son las víctimas voluntarias de sus exigencias, hijos únicos, o casi únicos, que nunca dejan de ser centros del mundo ambulantes, con escasas capacidades para convivir.

 

Dejar crecer

 

En nuestro colegio hablamos sobre todo de dejar crecer. Por supuesto con cariño, sin un clima de disciplina, de órdenes o imposiciones, tan propio de un pasado reciente. 

 

El niño debe ejercitarse en la responsabilidad desde pequeño, por reducida que esta sea (por ejemplo, cuidar y ordenar sus cosas). ¿Con que razón podremos quejarnos de que un joven sea un irresponsable, si nunca le hemos dado ninguna responsabilidad, si siempre se ha encontrado todo hecho, resuelto?

 

El respeto mútuo y la convivencia

 

Hemos de hacer hincapié en la importancia del respeto mutuo. La convivencia es la asignatura más difícil de la vida y se funda en tres cosas: la capacidad para la comunicación, el respeto y el perdón. Y estas tres habilidades deben desarrollarse, porque el fracaso en la convivencia conduce a la infelicidad.

 

Hemos de enseñar a obedecer, a obrar contra los propios impulsos, educar en la tolerancia a la frustración, de lo contrario no les preparamos para posibles adversidades.

 

Hemos de promover la capacidad de iniciativa. Dejar crecer es también renunciar a querer modelar completamente el futuro de nuestros hijos. Que construyan sus propias iniciativas e ilusiones, que aprendan a llevar a cabo sus proyectos. Evitemos la fi gura del padre que mueve los hilos para dirigir la existencia de sus hijos hasta en el más mínimo detalle (decide qué carrera va a hacer, decide quiénes son sus amigos, lo que va a hacer en vacaciones, la ropa que se pone, etc..)

 

En suma educar para el futuro es forjar el carácter de las nuevas generaciones. Y para enfrentarse a estos tiempos inciertos, lo mejor es formar para conseguir que la nueva juventud sea responsable, capaz de esforzarse, que sepa emprender, fuertes ante las contrariedades y hábiles en la convivencia.

 

Los tiempos han cambiado y sería un mal legado arrojarles al mundo de los adultos con un carácter blando, dependientes de sus mayores y sin capacidad para aprender de sus errores y construir su propia vida.