¿Cuándo empezó a pintar?
De niña sufrí un accidente en una mano y no podía doblar bien los dedos. Así que en el colegio me cambiaron de las clases de costura, que no podía hacer, a las de pintura.
Más mayor, continué pintando pañuelos de seda natural y, haciendo el servicio social en el Castillo de La Mota, conocí a la hija pequeña del pintor Fernando Álvarez de Sotomayor. Nos hicimos muy amigas y me invitó a las clases de pintura que daba su padre. Estuve yendo siete años hasta que me casé.
Después me dediqué por completo a mi familia. Volví a pintar cuando mi hija pequeña cumplió 15 años. Entonces tuve la oportunidad de hacerme cargo de una escuela de pintura en Las Rozas durante cinco años. Y cuando acabó esa etapa, estuve 38 pintando con amigas del colegio, que compartían estilo de vida y amor por la pintura. Hasta que cumplí los 90.
¿Qué siente cuándo pinta?
Es difícil de explicar. Te ofrece una sensación de libertad. Pintando te elevas, te separas de la vida diaria y te encuentras contigo misma.
¿Dónde encuentra la inspiración?
No me pasa siempre, pero hay días que me levanto con ‘ojos de pintora’ y veo las cosas con un halo especial. Entonces, me atrapa un esquina bonita, una persona, una casita en mitad del campo…
Hábleme de esta exposición…
Es una muestra de parte de mi obra, unos 40 cuadros entre retratos, paisajes y bodegones. Algunos de ellos cedidos por las personas que los tienen actualmente.
Los estilos varían entre los más clásicos o académicos, y otros de pincelada más suelta. Y están realizados con diferentes técnicas: oleo, acrílico, mixtas… sobre lienzo, y algunos con la base de madera.
¿Cómo se mantiene tan activa y con tantas ganas?
Porque mi carácter es así [ríe]. El otro día leí que además de caminar lo que te mantiene joven es no perder la ilusión. Todos los días me levanto pensando qué voy a hacer.
Gracias a la tablet, estoy al tanto de lo que pasa: de política, de deporte… Me documento para escribir los artículos en la revista… Sigo teniendo interés por las cosas que me rodean.