Boadilla y su historia

Crónicas boadillanas: nevada

Se iniciaba el segundo fin de semana de este recién estrenado año 2021 cuando tuvimos la satisfacción de contemplar el agua helada de nivea blancura que se desprende de las nubes en cristales muy pequeños procedentes de la humedad atmosférica condensada a temperaturas inferiores a la congelación.

 

Me preguntan mis nietos que si la pasada nevada, llamada Filomena, que empezó a caer dos días después de la rutilante luz de la Epifanía y se prolongaría durante más de cuarenta horas (concretamente hasta el domingo día diez, señalado en el calendario como El Bautismo del Señor), era la más grande que yo haya conocido en Boadilla. Una nevada que cumplió los pronósticos anunciados con ocho días de antelación.

Sobre este tema, he hallado entre los recovecos de mi memoria, en aquellos años de mi infancia, que entre los años cuarenta y principios de los cincuenta se aprovechaban los días de nevada para hacer las matanzas ante la imposibilidad de realizar cualquiera otra labor en el campo o en las huertas.

Algo a destacar es que no sufrían el desgajo de sus ramas por el peso de la nieve ninguna de las acacias que abundaban en la explanada del palacio, así como otras diseminadas por el pueblo. O los enormes olmus nigra existentes en los márgenes de la carretera de Madrid.

En uno de aquellos años, el guarda del denominado Monte Norte, don Ángel Jaén, comentaba que en alguna de estas elevadas había tenido que “disparar cartuchos del 12 a las ramas de los pinos más descollantes del monte para liberarlas del peso de la nieve”. Por supuesto que si alguna rama caía (pocas), no faltaban vecinos, como mi padre, que hacían leña de ellas.

“No recuerdo ningún año en el que la nevada nos acompañara durante tres días”

También es cierto que no recuerdo ningún año en el que la nevada nos acompañara durante tres días como ha ocurrido en esta ocasión.

Una semana después del paso de Filomena, en un breve recorrido por las Lomas y El Olivar de Mirabal, he podido contemplar la caótica situación de los pinos: cientos y cientos de ramas desgajadas y muchísimas más colgando pendulares de las copas.

Desplazados en el tiempo, hubo una nevada en 1960 en la que todos los mozos aprovechamos para hacer una gran bola de nieve en la explanada del palacio. Tardaría 25 días en deshacerse.

Otra en 1967, que se desvaneció en una semana. Y otra en 1971, algo más fuerte que la anterior, en la cual este escribidor tuvo un pequeño percance en la Cuesta de Buenavista…

De siempre, la Hermandad de Labradores presumía “que año de nieves, año de bienes” debido a que este fenómeno meteorológico les daba más esperanza que un invierno seco.

En cambio, los hortelanos se lamentaban de que el exceso de humedad daba lugar a un aumento de hongos, convirtiendo las albitanas de plantación en un pudridero (alcachofas, coliflores, repollos, lombardas, escarolas, espinacas y otras verduras de temporada) si se mantenían cubiertas de nieve más de tres o cuatro días.

Aunque para los vecinos creo que lo peor de estas inclemencias invernales en aquella época de mi infancia era tener que soportar las cochambrosas viviendas de posguerra, donde no había luz ni agua corriente.

Las mujeres tenían que romper el hielo en el arroyo del Nacedero para lavar la ropa. Recuerdo cuando mi madre calentaba un ladrillo en la lumbre de la chimenea y, envuelto en trozos de arpillera, me lo ponía en la cama bajo la manta para calentarme los pies.

No había ERTES, ni ayudas familiares en la oscura bruma de las necesidades en aquellos años de posguerra. Además, los días que no se trabajaba por culpa de este fenómeno meteorológico, los cabeza de familia, “jornaleros del hambre y de la nada”, como diría Miguel Hernández, dejaban de percibir el salario de ocho o diez pesetas diarias.